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Aureliano Reyes Diaz De Leon
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DON AURELIANO REYES DÍAZ DE LEÓN Aureliano fue hijo de don Antonio Reyes Pedroza y Rafaela Díaz de León Macías. Nació en La Montesa, Zacatecas, el 16 de Noviembre de 1860 y su infancia transcurrió alternadamente tanto en San Francisco de los Reyes, como en la casona de la Calle del Obrador en Aguascalientes, en la hacienda de Montoro y San Antonio de los Pedroza que eran propiedad de sus abuelos paternos. Vivió también unos años en La Montesa al lado de sus abuelos maternos y en donde recibió la instrucción escolar de aquella época ya que en Montesa hubo siempre muy buenos maestros, como don José Mourett, un culto inmigrante francés, y don Felipe Reyes (que era su tío abuelo), entre otros. Él continuó la tradición familiar de los partideños, puesto que se recordaba que había comenzado a arriar partidas de ganado mayor hacia 1873, ayudando en su oficio a su abuelo, su padre y sus tíos, en sus recorridos de compra-venta en haciendas y rancherías de la región comprendida entre Zacatecas, Aguascalientes y Jalisco. Los Reyes no eran ganaderos criadores, más bien comerciaban con la engorda de ganados. Eran, en sus propias palabras, partideños. Comerciaban principalmente con reses de raza criolla para el abasto de los rastros de la comarca, de manera especial el de Aguascalientes y anualmente acudían al trafique, comprar y vender en las subastas de las ferias de vigorosa tradición ganadera como la de San Juan de los Lagos y la Función de San Marcos. Se recordaba con fruición que excepcionalmente llegaron a arriar grandes hatos con centenares de reses gordas hasta los rastros de la Ciudad de México y Puebla, aunque seguramente aquello se realizó por encargo de algún acaudalado dueño de haciendas. Esas arriadas de andas implicaban desplazamientos a lo largo de caminos reales y veredas de pezuña de hasta 150 leguas. Aquellos itinerarios implicaban hasta tres meses de viaje y tornaviaje. Lo que hacían con frecuencia por cuenta propia y lo recordaban bien, fue arriar mulas y caballos herrados para su venta en las temporadas altas. Haciendo negocios arriaban a la venta bestias gordas, fuertes y sanas, formando partidas de decenas y hasta centenares de mulas y caballos herrados a las regiones mineras de Zacatecas, San Luis y Durango, lo mismo que a lejanos ingenios azucareros de por el rumbo de Tepic y Autlán de la Grana. Algo permaneció en los recuerdos que se platicaban, en el sentido de que en Autlán se había quedado por años uno de los Reyes y que había regresado con familia ya hecha. Según la tradición oral, entre 1830 y 1890, ellos habrían manejado por cuenta propia unas 50, 000 cabezas, lo cierto es que esa actividad pecuaria y comercial les permitió comprar hacia 1850, una fracción y el casco de la hacienda de Montoro, en Aguascalientes. Compraron también hacia 1860 otra facción a la adinerada Familia Armería-Trunbull, en Pinos Zacatecas, llamada “El Potrero de los Rancheros (San Francisco de los Reyes). Hay registros documentales de que todavía hacia 1875 le rentaban grandes extensiones de pastos a las haciendas de Ciénega de Mata y Cieneguilla, conformando un bien articulado sistema de pastoreos, estalajes, engordas, arreos y confinamientos para el abasto de carnes vacunas y equinos de carga y tiro. Aureliano tenía apenas 20 años de edad cuando ocurrió casi simultáneamente la muerte de su abuelo paterno don José María Reyes Esparza, y la de su padre, don Antonio Reyes Pedroza. Éste último además de poseer su rancho San Francisco y mantener el negocio familiar, era entonces empleado de confianza del Mayorazgo de Ciénega de Mata sirviendo como administrador de las haciendas de Lenguillo y Juachi (en realidad, llegó a esos importantes cargos, gracias a su experiencia en el manejo pecuario y la poderosa la influencia de su tío don Jesús Reyes Delgado, primo hermano de don José María, quien fungía de manera destacadísima como Administrador General de todas las haciendas de la casa Rincón Gallardo). El negocio y oficio familiar que los Reyes habían mantenido desde los albores de Siglo XIX se transformó radicalmente hacia 1882 con la llegada de Ferrocarril Central Mexicano puesto que cayó súbitamente la demanda de mulas de tiro así como la necesidad de hacer “arriadas de andas”, ya que el ganado bovino comenzó a confinarse en estaciones ferroviarias y ser transportado en jaulas hacia los grandes centros de consumo. Aquello ya era otra cosa. De hecho, los Reyes intentaron entrar a ese nuevo giro embarcando ganado desde la estación de la hacienda de El Tule, con ayuda de don Francisco de Paula Rangel Reyes (dueño de esa hacienda, hijo de Jesús Reyes Delgado y primo de don Antonio Reyes Pedroza), pero fracasaron perdiendo dinero porque comenzó a pasar hacia el Sur ganado “con mucha caja”, de raza y muy gordo, embarcado en Chihuahua. Entre 1885 y 1908, don Aureliano aprovechó la alta oferta de mulada y caballada que ya no se emplearía en arriería y vehículos de tracción animal que sustituyó el ferrocarril súbitamente. Sin alternativa comercial al modo tradicional, como muchos otros viejos introductores de ganado, don Aureliano comenzó a coyotear ganándose “de a tostón a peso” por mula sana, herrada y tusada, colocando poco a poco grandes hatos y ofertándolos para labores agrícolas, como unciones de yunta para el arado, dado que la Agricultura no se había mecanizado todavía (eso no ocurriría sino hasta los años treintas del Siglo XIX, provocando el colapso definitivo de la antigua ganadería de equinos). Esa fue una labor penosa y fatigante y duró años. Se decía que llegó a haber tanta mulada sin mercado, que los partideños de la región mejor la vendían a los secadores de cecina en la sierra y aquellos la vendían en adoberas de 50 kilos, casi regalada, en los Reales de minas. No obstante, siendo bien conocido por muchos hacendados, de las confianzas y muy apreciado por algunos otros, durante muchos años y después de la temporada de siembras en El Ciprés (una fracción de San Francisco que heredó de su Padre), don Aureliano, vendía su trabajo y experiencia acudiendo con sus hijos, sobrinos y viejos conocidos a ganarse unos pesos por contrato, en los en los “herraderos”, “rodeos” o “vaquerías”, que eran las labores de manejo pecuario de haciendas y en las cuales requerían gente adicional y experimentada para bajar de monte, partir manadas, herrar animales de la nacencia y mostrencos, clasificar y contar a veces miles de reses y equinos. Descornar, marcar de oreja, desparasitar, curar heridas, castrar, separar bueyes aradores, cabestros y en general marcar a fuego el ganado bovino era una especialidad que dominaban aquellos buenos y rústicos rancheros; marcar a fuego, herrar, castrar, tusar, desparasitar, curar heridas y mataduras de los equinos era otra tarea que realizaban con gran experiencia y cuidado, pues el precio de todo animal que en aquellas fáinas resultara lastimado, quebrado o muerto era descontado de sus ingresos. Separar muletos, mulas, machos, onagros, yeguas aburradas, yeguas de vientre, garañones, padrillos, burros manaderos, caballos de rienda, mulas de tiro o “lazo y reata”. Todo clasificado por fierros de registro, marcas de oreja, lozanías, gorduras, edades, colores, alzadas, manadas y nacencias, orejanos y mostrencos. Especial cuidado se tenía en atender las instrucciones del propietario para clasificar el ganado que iba a las majadas de reproducción “encuadernando manadas” con sus caponeros o caponeras, o separadas con machos sementales para empadrar; todos aquellos animales que iban para trabajo en la propia hacienda, así como que iba destinado al mercado. Aquellas labores se realizaban arduamente, a apuro lazo, a pie y a caballo y duraban en la hacienda de El Lobo, de los Armería-Trunbull, por ejemplo, hasta tres meses. De paso, herraban y arrendaban potros finos. Poniendo en práctica el viejo oficio de la albeitía, castraban, curaban esmeradamente y “le afinaban el freno” a los caballos de estima. No pocas veces ellos mismos arriaban por encargo aquellos enormes hatos hasta los centros de compra o las estaciones del tren. Anualmente se hacía lo mismo con ganado propio en El Ciprés, aunque en una medida considerablemente menor. Aureliano se casó con Carlota Ojeda Candelas, una joven oriunda de Villa García, que había pasado su niñez en la hacienda de Trancoso al servicio de la familia García de la Cadena. Muy joven, Carlota se había ganado la estimación de aquella riquísima familia y allí recibió educación elemental para leer, escribir y observar modales de trato señorial para con los niños y los señores garcías, de tal suerte que llegó a ser Ama de llaves de la casa grande. De hecho, para su boda, recibió un ajuar de muebles austriacos y ornatos procedentes de aquella hacienda. Don Vicente Ojeda y su madre Librada Candelas formaron parte de aquella servidumbre desde 1840 y se emanciparon hacia 1870, yéndose a Villa García para emprender negocios. Don Vicente se hizo carretero, oficio en el cual legó a tener 13 guayinas y un mesón de arriería. Librada y su hermana Elvira prosperaron poniendo un obraje de jorongos de lana. Don Vicente murió en 1880 y sus hijos vendieron las carretas y los troncos de mulas, poniendo a disposición de Libradita, “en un costal de raspa” todo su capital en dinero metálico. Los Ojeda se hicieron veterinarios prácticos o albéitares y se fueron, según se recordaba, a sanar animales a las mimas de por el rumbo de Zacatecas y Mapimí. Carlota, por su parte contrajo nupcias con Aureliano yéndose a vivir a El Ciprés. Se platicaban muchas historias y recuerdos de esa familia. No se recordaba que don Aureliano haya sido empleado de los Rincón Gallardo, como sus viejos antecesores. Más bien fue independiente en cierta forma, al ofrecer sus servicios y al tiempo que atendía su rancho, como ya se ha dicho. Así entre 1885 y 1914, Aureliano y Carlota formaron su familia, levantaron la casa grande e hicieron un capitalito estimado en unos 4,000 pesos en oro, mismo que perdieron integro en un asalto de revolucionarios perpetrado en la estación ferroviaria de La Honda, Zacatecas, en Junio de 1914, cuando salían de su rancho, con su familia y sus ahorros rumbo a San Luis Potosí debido a que se había generalizado la inseguridad en la región. Creyendo tener su dinero a salvo, lo pusieron en zacas de gamuza y las metieron en unos sacos de frijol que los cargadores de la estación no alcanzaron a subir a los carros del tren, cuando todos partieron a bordo huyendo de una muerte segura. Estando allá vivieron en el barrio de El Saucito, en donde don Aureliano enfermó. Descapitalizado y casi en la miseria, se asoció con sus parientes los Reyes del rancho San Blas (un rancho cerca de Loreto, Zacatecas), que andaban de zotas, como ellos mismos le denominaban a los que se empleaban como carreteros en los coches de sitio de la capital potosina, para incursionar en el porteo comercial de los abarrotes. A consecuencia de las hostilidades de la guerra, la producción agropecuaria decayó de manera catastrófica provocando que nadie sembrara y un terrible desabasto de alimentos. El año de 1916 fue recordado como “el año de hambre” justamente por la escasez de bastimentos para subsistencia de las poblaciones, el profundo sufrimiento colectivo por los múltiples decesos por la inanición y las epidemias. El bien organizado y eficiente sistema de arriería que subsistía desde el virreinato también se había colapsado. Algunos de los grandes abarroteros potosinos intentaron desesperadamente reabastecer sus comercios trayendo de donde las hubiere, las mercaderías necesarias para sus giros. Uno de esos ricos comerciantes acudió a don Aureliano para contratarlo como porteador y carrero. Así, enfermo y todo (aunque doña Carlota pudo haber participado de manera determinante en ello), formó convoyes de carros de mulas y guayinas y reclutó gente vieja y nueva para traer sal de Colima, como tanteo. Ese itinerario duró algo así como tres meses “con viaje y tornaviaje”. Luego formó otra caravana para ir a comprar Maíz por el rumbo de Michoacán, llegando hasta el lago de Pátzcuaro. En ese viaje y ya de regreso, por cierto, murió un viejo carretonero que enfermó en el camino. Por sus achaques, Don Aureliano nunca salió de la capital potosina pero se recordaban muy bien esos dos viajes porque en la cuadrilla de carreteros iba Ezequiel Reyes Ojeda -su hijo de veintiséis años- quien ya ancianito y al relatarnos esas afanosas incursiones de arriería de su familia, cantaba: ..camino real de Colima, dicen que yo no lo sé … Ta-ta tarata-tatata Ta- ta taratatatá… A don Aureliano lo sorprendió la muerte en la epidemia de Tifo que se registró en el año de 1917. Nunca pudo regresar a su rancho, su familia no lo lograría sino hasta 1919